lunes, 27 de octubre de 2008

Fauna y Flora (II)

Marsupiales y monotremas: ya comenté el otro día que durante la carrera de orientación tuve ocasión de ver canguros, un equidna y un “wallie” (estos últimos están en peligro de extinción y son unos pequeños marsupiales saltarines, poco mayores que una rata). Por la ciudad y el campus es relativamente sencillo ver zarigüeyas por las noches. Son nocturnas, muy agresivas si se sienten amenazadas y enormemente territoriales: no es difícil que te gruñan si te acercas mucho a determinados arbolillos y arbustos a partir de la puesta de sol. Tengo detectada una que siempre está subida en el mismo buzón a la misma hora. No hemos congeniado. Ya os hablaré de la terrorífica Isla de las Ratas.

Otros mamíferos: bueno, el resto de mamíferos se limitan a los delfines que he visto varias veces en el estuario, las ratas, los zorros (para los que los australianos suelen poner cebos envenados, a fin de evitar su proliferación, ya que como buenos placentarios son más listos que los marsupiales y se los comen, literalmente, crudos) y, cómo no, los propios australianos. Las tías, en general, mal. Muy mal. Iría más allá, calificándolo de desastroso. El problema es claro y obedece a razones genéticas: a las que les ha tocado ser monas y tal, pues se mantienen guapas hasta edades bastante tempranas. Y después, en cuanto cumplen los veinte tacos, como por arte de magia, donde había una chica guapa caben dos y a veces tres. Y se acabó lo que se daba.

Bichos y bichitos: en este caso, la diferencia fundamental con los bichos y bichitos europeos es que aquí todo es más rápido, más agresivo y más venenoso. Como prometí, estoy cogiendo los insectos que buenamente puedo en mis ratos libres para legarlos a mi regreso a diversas colecciones particulares y hacer así mi viaje aún más productivo desde el punto de vista científico (confío en no tener movida en las aduanas). A fin de aumentar el repertorio de capturas, decidí poner unas pocas trampas de caída (básicamente, un bote enterrado) en King´s Park. Durante el proceso de colocación de las trampas con ayuda de una azadilla, no más de veinte minutos, fui pasto de la increíble ferocidad de los mosquitos locales, que se abalanzan sobre ti a docenas y sin ninguna piedad, picándote incluso a través de la ropa. Me llevé para casa un total de treintaiuna picaduras sólo en los antebrazos, que se inflamaron horriblemente, adquiriendo el aspecto de dos salchichones. No creáis que me achanté: yo también causé numerosas bajas en las filas de los mosquitos. He de añadir que el prurito era sumamente molesto y duró tres días. Además, en una ocasión anterior fui bendecido con el picotazo de una hormiga chiquitaja a través de los vaqueros (¡!) mientras yo miraba no sé qué florecilla: tuve la pantorrilla inflamada casi una semana, pero podría haber sido peor (las hormigas toro australianas, además de estar entre las más grandes del mundo, unos tres centímetros, son, al parecer, uno de los insectos más venenosos que existen y han provocado numerosas muertes por las reacciones alérgicas que genera su toxina, siempre según la wikipedia). Otro hecho notable es que por aquí hay muchos panales de abejas silvestres, cosa que a día de hoy no es tan fácil de ver en Europa. Al margen de los insectos, las arañas son muy variadas y numerosas. El otro día por la noche, en casa, había una, tamaño Spielberg XL (casi como mi mano), cazando polillas a la carrera sobre una mosquitera. Por supuesto, parece ser que también hay algunas muy venenosas, aunque de momento no he topado con ellas. O al menos no me han picado.

Eucaliptos: como no me apetece enfangarme en la discusión sobre sí los eucaliptos son originarios de Australia o los trajeron desde Galicia, sólo os diré que aquí son bastante más diversos. Los hay desde arbustivos a gigantescos, y la mayoría no huelen como los eucaliptos a los que estamos habituadas en España: algunos huelen a limón, otros a menta, otros a eucalipto y otros, simplemente, a nada. Ah! y un detalle interesante: los dos o tres eucaliptales que he tenido ocasión de ver eran todos bosques luminosos, muy abiertos: aunque sí que hay algunos arbustos y herbáceas que soportan la lluvia de metabolitos secundarios, no son demasiados. Incluso aquí, no parecen bosques demasiado diversos, aunque el caso no es tan flagrante como en nuestro país. Como algunas especies son muy vistosas durante la floración, los jardines de Perth están repletos de toda clase de representantes del género.

Ya veré si sido con esto…

martes, 21 de octubre de 2008

Fauna y Flora (I)

Aquí sigo, peleando a brazo partido con cientos y cientos (ya miles, creo) de condiciones, en busca de los ansiados cristales. De momento sólo tengo unos muy pequeñitos, así que ando tratando de optimizar el proceso. Creo sinceramente que me va a faltar tiempo, y todo lo que quede en manos de esta gente, mala cosa…

Como este fin de semana no he salido de la cueva y no tengo mucho nuevo que contar, en esta nueva entrega de “antipodopatía” os voy a hablar de la fauna y la flora que he tenido ocasión de contemplar a lo largo de estos dos meses en Perth (y sólo en Perth, la que vea en mis dos últimos fines de semana, que aspiro a pasar en el medio natural, la reservo para más adelante). Para poneros un poco en contexto, os diré que el clima aquí es, podría decirse, mediterráneo, más o menos parecido al que pueda darse en Barcelona, algo más húmedo durante el invierno (aquí llueve bastante entre mayo y julio) y más cálido en verano (por suerte no tendré el placer de comprobarlo, pero al parecer en enero se alcanzan con frecuencia los cuarenta grados). No obstante, la fauna y flora, únicamente por voluntad del Creador, es muy diferente a la de las costas españolas…

En cualquier caso, la mayoría de las cosas las he visto en mis paseos por King´s Park. Cuando los abuelos de los futuros australianos remontaron el río Swan, en los albores de lo que sería esta gran nación (ejem…), se encontraron con que, pocos kilómetros antes de su desembocadura, y de manera súbita, el río se ensanchaba formando una inmensa “bahía” (aquí lo llaman así, pero creo que lo más adecuado sería decir que es un estuario un tanto rarito) de aguas salobres y costas arenosas. Los ingleses, ante tal visión, vaticinaron que sus nietos y biznietos podrían acometer aquí pantagruélicos pelotazos inmobiliarios (“vaya sitio más cojonudo para construir, poner embarcaderos y hacer barbacoas”) y decidieron asentarse por el bien de las generaciones futuras (de anglosajones, digo. Para el resto lo de siempre: jarabe de palo y, si os portáis bien, ya os alquilaremos algún día vuestras propias tierras). Deberíais ver una foto de cómo era la bahía en los años cuarenta (antes de que encontrasen toda clase de yacimientos mineros y pudiesen sufragar los pelotazos) y contemplarla hoy desde el único promontorio rocoso (el monte Eliza) que hay en mitad de esta tierra tan, tan planita: uno no sabe si reír o llorar. Pues bien, en lo alto del susodicho monte Eliza, los colonos decidieron preservar la vegetación original de la zona y dejarla intacta (bueno, así lo venden ellos: para mí está más claro que el agua que en una zona tan escarpada era más complicado meter las retroexcavadoras y los dumpers), dando lugar a lo que después sería King´s Park; mil acres (cuatrocientas hectáreas) de eucaliptal bastante bien conservado en mitad de una ciudad de millón y pico de habitantes. En lo más alto del promontorio han montado un jardín botánico en el que se divulgan las bondades y diversidad de la flora de Australia Occidental (ya sabéis, lleno de gente sacándose fotos con plantas alineadas y etiquetadas), pero sus laderas resultan mucho más tranquilas y ofrecen un montón de caminitos por los que perderse. En cualquier caso, no deja de ser una masa forestal dentro de una gran ciudad y eso siempre da mucho juego: el año pasado encontraron no muy lejos del botánico el cadáver semienterrado de una señorita. Metieron a la trena a un tío, por violación y asesinato, y hace unas semanas se ha demostrado su inocencia, lo cual implica dos cosas: 1) los contribuyentes van a rascarse el bolsillo con una indemnización descomunal y 2) en alguna parte del eucaliptal, el culpable sigue acechando a las despigmentadas jovencitas. Bueno, ahora sí, vamos allá:

Pajaritos: sólo hay que ojear una guía de aves de Australia y ya se te ponen los genitales de corbata. La riqueza es tremenda. En general, las aves son muy confiadas y permiten que te aproximes mucho a ellas, lo que denota que los australianos no pasan hambre de manera habitual. Algunos de los pájaros tienen evidentes equivalentes europeos: en este sentido, resulta especialmente llamativo el caso del cuervo australiano, que grazna como balan las ovejas (las primeras veces, he de confesarlo, me resultaba francamente desconcertante) y el de la urraca australiana (a la que bien podrían haber llamado no se qué arlequín o algo así, pero ya os he dicho que aquí lo que se lleva es el producto nacional). El panorama aviar urbano se encuentra ampliamente dominado, cómo no, por los dos plumíferos más ruidosos, agresivos y profíficos: el rainbow lorikket (lorito arcoíris, obvio) y el redwattle bird (llamado así por los pliegues rojos de su cuello: en general, y como podéis apreciar, los nombres que les han dado son poco imaginativos, muy pragmáticos y bastante sosos, qué diferencia con nuestros tordos, zorzales y jilgueros… si el inefable Paquirrín fuese australiano y ornitólogo, a buen seguro tendrían algún “pájaro-polla” o algo así. Y al que haga algún chiste malo en relación a nuestra venerable polla de agua, por Dios que lo veto en los comentarios). A lo largo y ancho de la ciudad se pueden ver, además de los loritos, al menos una especie de loro (el ringneck parrot), dos o tres de cacatúas (la rosa, la negra y creo que la gris), alguna que otra tórtola y si se tiene mucha suerte, dos pájaro preciosos de verdad: el red-capped robin y el new holland honeyeater. En el estuario es fácil ver pelícanos, varias especies de gaviotas y al menos tres tipos de cormoranes (diferentes de los europeos), entre otras lindezas.

Bueno, como me da la impresión de que esto se está convirtiendo en una chapa terrible, lo dejo aquí y continúo otro día. Ale.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Saliendo de la cueva (II)

Siempre supe que detrás de todo este rollo del país de los animalitos peludines y amistosos se debía de esconder un secreto macabro. Lo tienen bien escondido, lejos de las ciudades, para que turistas y becarios no nos enteremos. Pero en los más profundo de Australia se oculta la verdad. Os cuento.

Este fin de semana, continuando con la campaña “saliendo de la cueva: apadrina un español”, he participado junto a mi casero en una movida parecida a las carreras de orientación que algunos iluminados hacen en nuestra tierra. El asunto es una sandez notable: consiste en ir por el monte con una brújula buscando una serie de postas señaladas en un mapa. Cada posta tiene una dificultad determinada (en función de lo escondida que esté y de su distancia al campamento base), que se traduce en un número de puntos que ganas cuando llegas a ella y escribes allí tu nombre. Quien consigue más puntos al cabo de doce horas buscando como un loco, pues gana. Y eso. ¿Qué qué gana? La honrilla. Ni una bolsa de sugus de premio. Pero lo inventaron en Australia, eso sí. Así que se supone que es lo mejor de lo mejor y de lo mejor lo superior.

La competición se celebró en una zona mixta de eucaliptales y campos de cultivo, unos cien kilómetros al sur de Perth. Fuimos el viernes por la noche y nos volvimos el domingo por la mañana (yo regresé directamente al laboratorio, sin ducharme ni nada, como los más grandes). Las respectivas noches del viernes y el sábado las pasamos, ni juntos ni revueltos, en las tiendas de campaña del campamento base, situado en un pastizal frecuentado por ovejas de raza merina (sí, de esas que inventamos en España y sobre las que perdimos la exclusividad gracias a los Borbones: las merinas fueron en el mismo lote que Gibraltar). He de añadir que me traje de la competición la garrapata reglamentaria, en mi caso adosada a la rabadilla. Tras ser adecuadamente retirado con ayuda de una aguja al rojo y unas pinzas (todo esto un domingo por la tarde, a solas, en el laboratorio: ojalá me hubieseis visto), el animalito descansa ahora en un tubo de alcohol y se vendrá conmigo a España dentro de tres semanas. A veces me siento solo.

No digo que este deporte esté mal del todo. Al menos tienes que saber manejarte con la brújula y, desde luego, es muy exigente desde el punto de vista físico. Vamos, yo no he acabado tan jodido en mi vida (y os aseguro que he hecho bastante el salvaje, de hecho todos los que sobrevivimos en su día a “Pirineos 2006” nos hemos reído en la misma cara de la muerte). Después de unos cuarenta kilómetros, caminados campo a través, durante las doce horas (las últimas cuatro a oscuras, buscando las puñeteras postas con linternas, no veáis qué emocionante), sin NINGÚN descanso y continuamente a matacaballo, yo apenas podía caminar. Me dolían los gemelos y los abductores una barbaridad. Eso sí, Smithers casi no llega al campamento base: tenía náuseas, dolores generalizados, escalofríos, espasmos y la hostia. Fuimos muy brutos, y sobre todo él, porque le pudo la codicia de conseguir más puntos sin ser capaz de evaluar sus propias limitaciones físicas. Quedamos los vigesimocuartos de entre ciento dos equipos. Smithers lo consideró un fracaso, porque cree que con nuestro nivel deberíamos haber quedado en el TOP 15. Os podéis imaginar que a mí me daba exactamente igual, yo iba por entrar en contacto con el campo y ver unos cuantos animalitos.

Y he ahí la cagada: que yo quería ver bichos, pero había que buscar postas. Vamos, que el asunto consiste en plantarte en mitad de la naturaleza y correr de un lado para otro sin poder recrearte en absoluto en las cosas que te vas encontrando. Eso, bajo mi punto de vista, lo convierte en una estupidez: te pierdes lo mejor. Aun así, vi bastantes canguros (grises del Oeste, según me dijeron), un par de eslizones de lengua azul (estos son muy graciosos, ya había visto uno por Perth: unos lagartazos enormes y torpones, con aspecto de estar cojonudos a la barbacoa y que sólo saben defenderse abriendo la boca en plan amenazador y enseñándote su lengua cianótica) y, además, el gran éxito: UN EQUIDNA, pero apenas pude examinarlo o tocarle mucho los cojones: en aquellos momentos llegar a la posta 37 (valorada en cincuenta puntos) era una cuestión de vida o muerte, según Smithers. Pero el día me reservaba algo mucho más siniestro, mi querida muchachada.

Ya os he dicho que en la zona había cultivos. De hecho, durante la competición está prohibido saltar las cercas que los delimitaban, de modo que sólo es legal caminar por el bosque. Y, al parecer, los canguros resultan muy perjudiciales para los intereses de los granjeros, porque como los animalitos (los canguros, digo) no saben leer, pues se saltan las vallas y pisotean y mastican los cereales. Una de las visiones más apocalípticas de mi vida me aguardaba esparcida por el perímetro de uno de los campos de cultivo. Porque un granjero, harto de la pésima actitud de los canguros, había decidido asar unos cuantos a tiros, decapitarlos y colgarlos por las patas traseras de las alambradas que rodeaban su finca, con el fin (desconozco si eficaz o no) de amedrentar a sus congéneres. No digo que hacer esto esté bien o mal: aquí el canguro es cinegético y en algunas zonas casi una plaga, pero lo que resulta indiscutible es que el espectáculo era verdaderamente dantesco. Y he de añadir que olía como tal. No obstante, lo que de verdad me perturba es pensar en cómo los australianos, cuya prosperidad económica se sustenta en buena parte en estos granjeros, de existencia solitaria y durísima y muchos de los cuales ni siquiera tienen ocasión de casarse por lo ingrato de su modo de vida, nos venden constantemente que los canguros son sus amigos. Las calles de Perth están repletas de ejemplos al respecto: canguritos boxeadores de peluche, caricaturas de adorables cachorros asomando del marsupio de la madre, simpáticos animalitos parlantes que te ofrecen hipotecas desde el escaparate de las más prestigiosas entidades bancarias. Qué duro contraste entre el marketing y la realidad, una vez más…

miércoles, 8 de octubre de 2008

Saliendo de la cueva


Bueno, voy a recuperar el lado vitalista y positivo que siempre me ha caracterizado, no vayáis a pensar que soy un cascarrabias cínico y depresivo o algo así. De hecho, la vida es hermosa y Australia, qué diablos, también.

Alguno pensará que igual he mojado. Nada más lejos de la realidad, mi querida muchachada. De hecho, mis posibilidades de mantener concúbitos carnales se anuncian bastante escasas, para variar. Los motivos son diversos y por todos conocidos, de modo que insistir sobre ellos me parece absurdo. Cambiemos de tema.

El pasado domingo, ya con un buen montón de proteína purificada (¡PimE es amarilla, amarilla!, unpublished results) a buen recaudo en el laboratorio, y a punto de empezar a probar suerte con la cristalización, decidí darme un capricho y salir de mi cueva en busca del sueño australiano. Así, cargado de esperanza y ganas de vivir, me subí al cercanías para visitar Fremantle, que no es otro cosa que el distrito portuario de Perth, en el que hace algunos años se celebró la Copa América de vela, como todo el mundo por aquí se encarga de recordar contantemente. El sitio no está mal, de hecho está mucho mejor que el centro de Perth: hay algunas casa antiquísimas (ese término aquí significa “construido en la segunda mitad del siglo XIX”), un mercado muy interesante y otro buen montón de gilipolleces para turistas (el museo del nudo marinero, el del anzuelo y esa clase de cosas) que obviamente no visité. A continuación cogí el CAT (el servicio gratuito de autobuses urbanos que hay aquí: Australia 1 – España 0) y dejé que me acercase a la playa. Allí sentí en mis propias carnes el único motivo por el que merece la pena vivir en (o venir a) esta isla-continente en mitad de ninguna parte… por fin, después de millones de años de espera, el Océano Índico y yo nos encontrábamos frente a frente: un duelo titánico.

A mí, quizá precisamente porque Dios me malbendijo ubicando mi existencia en la gloriosa, cruel y bellísima submeseta norte española, me fascina el mar. Ojo, no “la playa” a secas. La diferencia es notable: bajo mi punto de vista, por ejemplo, Alicante capital no tiene mar: sólo tiene un puñado de playas malolientes y semiartificiales, en las que las olas juguetean con los cadáveres de las gaviotas. En Perth, por suerte, la playa es sólo el borde del mar. Y qué mar, señores…

Creo que en toda mi vida sólo he visto uno tan acojonante en el cabo de Gata. Yo no soy un tío muy viajado, pero para un españolito de a pie, testigo durante toda su vida de los pelotazos urbanísticos a pie de costa, parece imposible que pueda haber una playa aún a medio desvirgar, sin edificios ni grandes espigones, a apenas quince minutos en tren de una ciudad de un millón y medio de habitantes. Cuidado, no es mérito de los australianos, es pura matemática: en Australia Occidental, seis veces mayor que España, viven poco más de dos millones de personas. En la provincia de Alicante, unas setecientas veces más pequeña y donde una vez debió de haber un mar como el del cabo de Gata, viven hoy más de un millón ochocientas mil. Aquí apenas hay presión. He oído hablar de una zona, llamada “city beach”, donde deben concentrarse las viviendas playeras y los apartamentos. Pero no pienso ir, no quiero romper el encanto.

Hice algunas fotos, pero por supuesto no pueden hacer justicia al espectáculo, de modo que no voy a ponerlas. El único edificio que había a pie de playa era una prisión abandonada en los años setenta, según me comentó uno de los pocos paisanos que pululaban por allí, casi todos acompañados por sus perros (por cierto, que en una tarde vi más ejemplares de bullmastín, la mayor máquina de matar canina, que en toda mi vida. Un animal impresionante). El día era soleado, fresco y muy ventoso, y el mar completamente verde. Decidí darme un paseo por las playas, en plan misterioso solitario, que es un rollo que me mola mucho y vende bastante. La gente allí sonreía y saludaba, al contrario que en la universidad, donde ya puedes expectorar tus vísceras hasta la muerte, que sólo al cabo de unas semanas alguien reparará en que tu cuerpo momificado molesta en mitad del pasillo. Un entrañable viejecito, de unos setenta y cinco tacos pero muy en forma, no sólo me saludo amablemente sino que además se acerco a hablar conmigo. Cómo no, le emocionó muchísimo el saber que yo era español. Era un inglés bajito con una larga barba blanca, como un duendecillo. Según me contó, se había venido a Australia dieciséis años atrás, y hablaba como arrobado de las bondades del clima, el paisaje y las gentes. En menos de dos minutos reiteró al menos cuatro veces que Australia es “the best place in the world”, aunque, para no ofender, se apresuraba a añadir que España también es un sitio maravilloso. “En Australia nadie quiere hacerte daño, la gente es buena”, decía. Sin duda el viejecito, del que nunca sabré el nombre, era una de esas personas a las que los años y el sufrimiento han hecho bondadosas. Se veía a la legua que había escapado con su pensión de uno de esos pudrideros infectos del cinturón industrial inglés y ahora, allí, ante el imponente verdor del Océano Índico, se sentía pleno de gratitud y felicidad por poder pasar sus últimos años en un lugar tan tranquilo y hermoso. A nuestros pies, por su parte, las bellísimas medusas varadas, de haber tenido cerebro, hubiesen pensado que habían sido arrojadas al mismísimo infierno.